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martes, 3 de diciembre de 2013

Tacones de aguja...

Tumbada en la cama, boca arriba y con el antifaz puesto, Laura apuró hasta el último segundo antes de decidirse a levantarse.

El sol ya empezaba a colarse por la puerta abierta del balcón y no le era necesario mirar el reloj del móvil, el cual había puesto en silencio la noche anterior, para saber que eran más de las doce.
Con pereza y desgana se sentó en la cama con la espalda pegada al nuevo cabecero y se quitó el antifaz. Instantáneamente cerró los ojos ante la excesiva luz que había en el cuarto y alargando la mano cogió el mando que había sobre la mesilla de noche. Pasando las yemas de los dedos sobre éste apretó el tercer botón de la segunda fila. En cuanto escuchó el ruido característico de las persianas bajando volvió a abrir los ojos.

—Me has costado un dineral, pero lo vales —. Aseveró en voz alta en el instante que apoyó la testa sobre el cabecero y volvió a cerrar los ojos.

Había gastado más de tres mil libras domotizando su apartamento y casi quinientas libras en hacer que forraran el cabecero de la cama para evitar los fastidiosos golpes en su preciada cabeza. Cada vez que algún lumbrera pensaba que su polla era un martillo percusor ésta sufría las consecuencias; ahora con la cabeza y la espalda apoyadas en él sabía que había tomado una decisión acertada.
Un zumbido la sacó de su actual estado de paz interior para devolverla a la cruda realidad: era jueves, era tarde y otra vez se había saltado las clases. De un salto salió de la cama como su madre la trajo al mundo, aunque esto no era del todo cierto; cuando nació no llevaba tatuajes.
Parada ante el espejo, que cubría la totalidad de la pared frente a la cama, miró el primer y único tatuaje que adulteraba su piel. Con los dedos delineó las letras árabes que formaban el nombre de su primer…

<< Cliente, Laura >> contestó su mente antes que su corazón.

Aunque en ese momento, hace ya tres años no lo supiese, Rashid sería el primero de los muchos que después vendrían.

Lo había conocido en un pub mientras esperaba a que sus amigos hiciesen acto de presencia. Él se había acercado, presentado y comenzado una conversación que agradeció mucho, pues no era para nada la típica palabrería sin fundamento a la que estaba acostumbrada.
Siendo varios años mayor que ella la trató como a una mujer y no como a una cría, igual que hiciese horas después con su cuerpo en la habitación del hotel.

No era la primera vez que tenia sexo, pero si la primera en la que un hombre la hacía sentirse poderosa, la primera en la que supo lo que era sentir deseo y la primera en comprender que, en esta vida, muchas veces nada es lo que parece.
Cuando salió de ese hotel a la mañana siguiente nunca imaginó que esas quinientas libras que encontró en su bolso y que malgastó, grabando a golpe de aguja las letras que con tinta él había escrito en su cuerpo, cambiarían tanto su vida; pero así fue.

Aun ahora, recordando esos primeros momentos con él, su corazón se contraía y un nudo se alojaba en su garganta, secándole la garganta, haciendo que sus ojos se empañaran por las lagrimas.
Otra vez el mismo zumbido de antes la devolvió a la realidad. Fue hasta la mesilla y cogió el dichoso teléfono comprobando que tenía cinco llamadas perdidas y siete mensajes, no le hizo falta mirar de quien eran, lo sabía.

La noche anterior todos sus amigos se habían reunido para despedir a Cristina, volvía a España y ella faltó; otra vez. Un cliente de última hora, un cliente al que nunca le diría no.
Nadie en su círculo de amistades, y menos familiar, conocía la existencia de su doble vida. No podía dejar que fueran a su casa, no podía dar explicaciones cuando de pronto le tocaba salir pitando mientras estaban tomando una copa. Tampoco cuando no daba señales de vida durante varios días, como era el caso cada vez que le tocaba acompañar a un alto ejecutivo que se encontraría en Londres por unos días.

Sin ganas comenzó a recoger la ropa dispersa por toda la habitación. Rashid era un cliente, pero siempre fue y sería el más apasionado. Nunca dejaría de sorprenderla, ni de enseñarles pequeños trucos para hacer más felices a sus competidores como él los llamaba.


Con él no tenía que fingir, no tenía que ser la Sra. Tal o la secretaria abnegada que acompañaba a
su jefe. Tampoco la colegiala, ni la dominatrix, no, con Rashid tan solo era Laura.

La chica española, estudiante y tímida, que fue a Londres para perfeccionar el idioma y acabó convirtiéndose en una puta de lujo. La chica de veintiséis años que tenia apartamento propio, se compraba la ropa más cara y no escatimaba en lujos. La chica que, al igual que los zapatos rojos de más de dos mil libras que acababa de calzarse para recibir a su próximo cliente, valía mucho más de lo que la gente pudiese pensar.


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